Un ejemplar extraño
Cuentos. Editorial Solar, 2012. Lima.

Dos cuentos

Mono platirrino en el castillo de Neuschwanstein

Exhalo de pronto una sustancia vaporosa de un color extraño, tornasol. Mi tía Verónica y María dirigen sus cuatro ojos a mí y preguntan:
–¿Pasa algo?
Descubro una mancha en mi vestido. Supongo que simplemente lo digo, ¿no?
–En la siguiente foto sales con un misionero venezolano haciendo un tour por el castillo de Neuschwanstein.
–¿Qué? –exclama María, arrugando la nariz.
Pasa a la siguiente foto y, en efecto, esta muestra un soberbio castillo de piedra en lo alto de una montaña. Y en primer plano, con el peso del cuerpo recostado en su pierna derecha, pequeña cartera al hombro y pañuelo cubriendo su pelo está María, charlando con un hombre que solo podría ser descrito como un misionero venezolano. Lleva un sombrero de paja y la mira complacido.
–¡¿Qué?! –repite desconcertada.
La tía Verónica ríe y mira a todos lados.
Detrás de María y el misionero se puede observar también a una joven atractiva llevando a su niño de la mano. El pequeño parece quejarse por algo relacionado con su mano izquierda. Por último, imposible no mencionarlo, algo rezagado, un mono platirrino, aparentemente de mediana edad, atento al devenir de la historia recorre el jardín palaciego.
–¿Cómo lo sabías? ¡Verónica acaba de regresar de Australia con estas fotos!
–¡Y a mí me las dio antes de venir una antigua profesora que no veía desde hace más de diez años! –añade la tía V.
Me pongo nerviosa y suelto otro fluido brillante sin darme cuenta. Miran mi boca. Supongo que simplemente lo digo, ¿no? ¿Qué más podría decir?
–Anoche tuve un orgasmo tan intenso y luminoso que pude comunicarme con Dios, y él me mostró esa imagen.
Vientos escépticos arrastran una pausa.
–¿Cómo?
–Ay, qué graciosa eres, Cristy.
–¿Qué? ¡Es cierto!
Y parece que no quieren creerlo y hacen lo que quieren, porque no me creen.
–Todos los orgasmos que he tenido esta semana me han permitido acceder a Dios o me han dado premoniciones detalladas del futuro y de lugares que no existen en esta dimensión.
Mi abuelo me mira mortificado desde la puerta de la cocina. La familia entera me escucha indignada, extremando las medidas de incredulidad. La torta de cumpleaños de Rodolfo irrumpe elevada sobre el brazo de mi hermano y con la vela encendida viaja hasta la mesa. Alguien apaga la luz. Me marcho.

Voy a la casa de Ignacio pero antes paso por mi departamento. Me quito el vestido manchado de fluidos y me pongo un jean, una blusa blanca y un chaleco de lana con el dibujo de una casa x en una callecita x bordada en la espalda. Me lavo los dientes y me miro en el espejo. Acomodo mi pelo largo hacia un costado.
–Por supuesto que te creo. No solo porque he escuchado de un caso semejante en Portugal, y he leído sobre la energía Kundalini y la teoría del Orgón, sino porque tú me advertiste que no asistiera a esa conferencia donde Érika armó el escándalo, ¿te acuerdas? Y gracias a eso puedo recibirte en esta oficina, donde Trino cuenta con una camita donde recostarse y lamer sus patas.
Justo en ese momento el viejo cocker spaniel moteado acicala felinamente sus patas delanteras.
–Pero la pregunta es: ¿qué podemos hacer con eso? –Ignacio piensa en voz alta, sosteniendo una botella con las dos manos.
–Y hay algo muy importante que todavía no te he contado… –revelo.
Me examina intrigado mientras termina de descorchar el vino. Suena mi celular y me apuro en contestarlo, me excuso con la mirada.
–¿Sí? ¿María? Hola, dime… No, yo… no… no tengo la menor idea de qué pudo significar esa visión… Pensé que no me creías.
Sobre la mesa traslúcida de la sala, Ignacio dispone una copa que apunta en mi dirección.
–María, te veo perfectamente bien con Rodolfo, no seas tonta. Además, es su cumpleaños... ¿Qué haces encerrada en tu cuarto?... ¡No! Cómo iba a saber que tuviste un romance con ese misio… Debo irme… Sí, disculpa… Lo siento María. No debí decirte nada… ¡Sí, yo también quisiera saberlo! La verdad… Sí, la verdad es que en este caso lo más inquietante para mí es el mono... Bueno, sí María, hablamos pronto… Tengo que colgar.
Una risita incómoda y me siento frente a él, que inclina su copa hacia mí. Disimulando la tensión la choca con la mía. Bebo un sorbo.
–¿Cómo definirías los orgasmos premonitorios, Cristy? ¿Cuáles son sus características?
–Es difícil describirlos…
–¿Puedes experimentarlos con cualquier pareja sexual, o solo con sujetos determinados, en circunstancias peculiares?v Bebo un sorbo.
–Como sabes, Ignacio, tengo una relación con Leo. Esto es un fenómeno reciente, así que no podría decirte si se da con otras “parejas sexuales”.
–No quería ofenderte –aduce con una sonrisa.
–Bueno, pero había pensado comentarte algo más interesante, que no le he contado a nadie.
–Cuéntame, por favor.
–Como te dije por teléfono, es Dios quien me revela estas imágenes, me las muestra haciéndolas aparecer como si fueran hologramas. Algunas veces hay movimiento, y otras es una escena estática, como una fotografía.
Ignacio se arrima más a mí. Siento que se me revuelve el estómago. Continúo.
–Lo mágico de ese instante es que el diálogo entre nosotros es horizontal: me refiero a que estamos lado a lado. Dios y yo. No es un espacio divino ni terrestre. Nos encontramos en un punto medio, el axis mundi. Y el trato es cordial, de iguales.
Noto que Ignacio está perdido en la observación de mi cuello, donde otro fluido brillante parece haber discurrido sin yo sentirlo. A pesar de su insistencia me voy. Bajo corriendo las escaleras y tomo un taxi.

Me siento agotada en la cama, me quito los zapatos y desabrocho mi sostén. Trato de repasar mi primer encuentro con Dios durante un orgasmo. Dios, ¿qué podemos hacer con esto que tenemos? Lo pienso y luego pregunto en voz alta, tímidamente: ¿Qué podemos hacer con este vínculo que hemos establecido?
Voy a la cocina y hojeo un libro sobre escaleras mientras se enfría mi té. Leo aparece por el pasillo.
–Hola. Pensé que no estabas.

Se acerca y me da un beso

–¿Fuiste a ver a Ignacio?
–Sí.
–¿Y qué tal? ¿Te ayudó?
–No, Leo, me parece un patán. Dime que no te cobró por esa sesión.
–No, me dijo que lo haría como una cortesía, le llamó la atención tu caso. ¿Pero qué pasó?
–No es un caso, Leo.
–Bueno, pero no te molestes por eso.
Se saca la casaca y la coloca sobre la alacena. Bebo un sorbo de té ya tibio.
–¿Quieres que te haga una infusión?
–No, gracias –responde ofuscado.
Enciende el televisor y se sienta en la sala. Voy a sentarme junto a él.
–Creo que es más conveniente olvidarnos de mis orgasmos, nos van a complicar la vida… –apoyo mi cabeza en su pecho y lo abrazo por la barriga. Cambia de canal y acaricia mi mano que lo acaricia.
–Sabes que a mí también me importa… Además, no son tus orgasmos, son nuestros orgasmos.
Deja avanzar una película sobre dos detectives que naufragan en una isla del Mediterráneo a fines de los sesenta. Nos reímos de un error de continuidad.
–Pero tú no quieres que nadie sepa cómo son los tuyos. ¡No quieres que nadie lo sepa!
Me levanta como si fuera de papel y me sienta sobre él. Nos miramos.
–No, nadie puede saberlo. Cris, prométeme que nunca lo vas a contar.
Acaricio su cara, pasándole mi mano de arriba abajo, como si limpiara una ventana, y sonrío. Me besa y trata de quitarme el chaleco. Escapo de sus manos y me alejo de un salto.
–No quiero hacerlo esta noche, no me provoca.
Se pone de pie y camina hacia mí como una fiera al acecho.
–¿No quieres ver a Dios? –pregunta amenazante con una sonrisa boba.
–¡No!
Pasa su propia mano por su cara, limpiando su ventana. Contraataco:
–¿Por qué?¿Tú sí quieres…?
Embate hacia mí como un tigre, y me tapa la boca con violencia, su mano golpea mi cara como una cachetada. Entonces me pongo roja y me contengo para no llorar. Leo me pide perdón y me besa las manos con devoción y vergüenza. Lo perdono de inmediato y siento un líquido frío chorreando entre mis dedos. Él derrama sin querer un vaho irisado sobre mi piel y me mira desconcertado. Observo el icor y sus ojos encendidos, y el mismo hálito comienza a brotar de mi boca. Nos besamos entonces, y una vez más











lo hacemos.




El auto rosado

Apenas vi el carro me encantó, me enamoré de él por completo, era como yo: clásico y moderno, fresco y sofisticado, pimp y romántico empedernido. Sonreí de lado, y con el otro lado le dije al ridículo vendedor, florerazo y lameculos, que tenía suerte porque iba a llevarme ese pedazo de chatarra. Que lo envolviera para regalo y se pasara la tarjeta de crédito por la raja.
Una vez dentro me miré en el espejo retrovisor y estaba para tomarme una foto, cuando viera a mi prima Anisa le iba a pedir que me tomara varias fotos para elegir las mejores y borrar las feas. Las mejores pensaba enviárselas a Susana, para que viera lo que se estaba perdiendo por miserable o, como sus padres lo llamaban, por “caminar derecho por la vida y pensar en el futuro”. Sí, qué chucha, yo podía ser un delincuente y un estafador y un ratero, todo lo que quieran, pero estaba forrado, no me faltaba nada… hablando de lo material, claro, porque me faltaba Susana.

Llegué a la cuadra y toqué el claxon para que los animales vieran mi nuevo juguete. Como se demoraban toqué varias veces más, hasta que los vecinos empezaron a ladrar. Al fin bajó el gordo Cohete seguido por Diablosanto. Con sus caras de pendejos rodearon mi flamante adquisición.
–¿Qué tal? –pregunté. El gordo escupió su mondadientes y salpicó una risa asquerosa sobre el parabrisas reluciente.
–¡Qué tal maricón! ¿Y este carrito rosado?
–¿Qué tiene, gordo huevón?
–¿Te vas a un quince? –continuó Miky, saliendo de la casa.
–¡Uyuyuy! –aulló Diablosanto.
En un minuto tenía a estos tiburones de pollada rodeando mi caña, improvisando burlas como entrenando para pelea de gallos. Cuando en el máximo vacilón el Cura gritó “¡Tu chuchú!”, me trepé, puse primera y arranqué echando polvo. Conduje hasta el acantilado de la Costa Verde, mirando el cielo enrojecido de la tarde. Conchesumadre, desde hace años que el cielo era rosado por las mañanas y nadie decía que fuera un cielo para cabros. Bajé del auto, no quería ni mirarlo. ¿Qué tenía de malo? No podía creer que en el 2153 siguieran con la misma huevada de los colores. Esos malditos no merecían ver colores, gran parte de la humanidad a duras penas distinguía siluetas por los efectos del sol, y estas bestias que aprovechaban para robar y engañar veían todo el espectro, ¡qué tales idiotas! Me daba ganas de tirarme al agua y agarrarme a cabezazos con las olas.
Cuando me tranquilicé miré nuevamente mi carrito y me seguía pareciendo una belleza, igual que Susana. Susana era una Barbie, rubiecita, alta, flaquita, con sus curvas pronunciadas… una muñeca. Y había sido mía.
Entonces de golpe lo recordé.
Haría casi 110 años, mi hermana Liseth tenía sus Barbies con sus novios y la mansión y cojudez y media, y a mí no me importaba, hasta que le compraron el auto. El auto de la Barbie era rosado y se veía muy elegante. Cuando ella y su gil iban montados se notaba que tenían billete, que estaban en todas, que eran lo máximo. Yo quería ese carro, pero me daba roche pedirlo prestado. La miraba jugar y me sentía impotente, mis carros eran chéveres pero toscos, burdos, jeeps de soldados, carrocería sin clase. Una tarde que Liseth salió a un cumpleaños cogí el carro rosado y me puse a jugar con él, imaginando que yo lo manejaba. Y sin darme cuenta la atorrante de Barbie era mi novia y éramos los millonarios que pasaban por la avenida atrayendo las miradas envidiosas de los misios. Estaba alucinando cuando mi viejo pasó y se me quedó mirando. No dijo nada, me miró con decepción, con vergüenza. Eso fue todo. Nunca más toqué el auto de la Barbie.
Me sentí hasta el culo. Subí a mi carro nuevo y lo encendí. Escuché el sonido del motor, mi respiración, las olas reventando… Y no era por el auto ni por las burlas de esas bestias ni por mi viejo ya muerto hace décadas, sino porque pensé que tal vez mi amor por Susana era también un capricho.

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